diumenge, 14 de desembre del 2008

Absenta (un post literari i prescindible)

Avui pujo un conte, més o menys nadalenc, que vaig escriure fa uns quinze anys.

Aquest matí he anat a veure l'exposició de Mucha al Caixaforum, i veient aquells cartells modernistes que anunciaven xocolata i galetes, m'ha tornat al cap la història, que vaig escriure inspirada per un cartell d'aquest estil, el que il·lustra el conte. És obra de Henri Privat-Livemont. No n'estic segura que la meva història sigui res de l'altre món, però del que sí n'estic és que els embolcalls i la publicitat de menjar van viure una època d'esplendor a inicis del segle passat. I que el seu poder evocador no s'ha perdut.

Siempre estaba oscuro en el Café de los Condenados. La gente no solía pararse demasiado tiempo delante del pequeño local: Unas pocas mesas de madera, un cartel de boxeo de hace muchos años, una barra marcada por un número infinito de arañazos dejados por el tiempo...

No existían los visitantes habituales. Bajo el ventilador que ya no giraba entorno a la bombilla mortecina sólo Rudo y Eckmann, el gordo propietario del café y el joven huérfano al que había adoptado, sirviendo la última absenta a los condenados, la absenta de los suicidas, de los malditos, la bebida con sabor a lágrimas.

En el Café de los Condenados había algunas reglas. Nunca se cobraba y no se hacían preguntas.

Los visitantes del Café de los Condenados eran los que lo habían perdido todo, la desesperanzados sin vuelta. Pero la chica que entró aquella tarde tan fría parecía todo lo contrario. Pálida como la luna, brillaba sin embargo como un rayo de luz entre las nubes.
Nadie se atrevió a mirarla fijamente, abstraídos como estaban en sus sueños. Allá el pobre soñaba con la casa que ya no tenía. Aquí soñaba el vampiro con el sol que había perdido. Soñaba el viejo con la juventud y soñaba el joven con el amor que no tenía. El rico soñaba con la familia, y el enfermo con la salud. Pero aquella chica era joven y bonita. No tendría que haber estado allí, sino unas calles más arriba, en un café con humo de cigarrillos, sonidos de acordeón y risas ostentosas.

- ¿Qué haces aquí?- le dijo Rudo - ¿no sabes qué bebida servimos nosotros?
- Sí- dijo la muchacha- la absenta me ha llamado.
- Lo sé- insistió ella- pero oigo su voz cada día y si no la bebo no podré vivir.
- Te equivocas- le contestó Eckmann - sólo si la bebes tendrás que dejar de vivir. La absenta tiñe el corazón.
- Lo he intentado, pero bailar con marineros ya no me hace vibrar, ni tampoco pasearme en coche por París, ni que mi padre me regale joyas nuevas cada día. La absenta quiere que yo esté aquí.
- ¡Mira a tu alrededor!- le dijo Rudo- ¡Otros sí que tienen motivos!. Fijate en ése, está llorando. Su amada, joven como tú, yace muerta. Este otro ahora no tiene nada, y antes lideraba un imperio.

Poco a poco, Rudo le fue señalando en los sucios espejos las caras cansadas de los parroquianos.
- ¿Tú también quieres ser una sombra?
- No puedo evitarlo. Sé que moriré, pero tampoco tendré vida si no la pruebo.

Rudo cogió muy lentamente una copa. Destapó una botella sin ninguna marca y con tranquilidad virtió el veneno verdoso.

- Siéntate allí- le dijo a la chica, al tiempo que le hacía una señal a Eckmann.
- ¿Hacemos bien?- susurró este último.

Eckmann llevó la copa a la mesa y prendió el azucar con una cerilla. Un pequeño fuego fatuo comenzó a later y bailar dentro del vaso. Los ojos de la chica estaban hipnotizados con el movimiento y Eckmann se dio cuenta de que eran del mismo color que la botella.

Y al fin bebió. El Café de los Condenados pareció volverse más oscuro. De su luz sólo quedaba la evidencia de las lágrimas que caían por su cara. Se levantó y en un momento se había ido, bajo la mirada atónita de Rudo y Eckmann, que estaban acostumbrados a ver a los clientes marchar cansinamente hacia la puerta. Eckmann fue como una exhalación a recoger el vaso, con los restos del líquido aparentemente inofensivo en su fondo.

- Conoces las reglas.

Miró a Rudo. Éste le había leído el pensamiento.

- No salgas, por favor. Ya no la volveremos a ver...

Pero Eckmann ya no oyó el final de la frase. Sentía en los huesos una mezcla de curiosidad sobre las motivaciones de la chica y de piedad sobre la certidumbre de su destino.

Fuera, nevaba, y en la calle sólo había un chiquillo vendiendo cerillas.

- ¿Has visto pasar...?- dijo Eckmann, vestido aún con el sucio delantal.

El niño le señaló una dirección con la cabeza. El suelo estaba helado. Giró a tiempo la esquina. A tiempo para ver las lágrimas que se congelaban en la preciosa cara de la muchacha, que se convirtió en una máscara de nieve. A tiempo para ver su cabello rubio empalidecer hasta volverse escarcha. Una luz verdosa a la altura de su corazón desdibujó sus contornos. En un instante, ya sólo era agua sobre los adoquines. Eckmann se dio cuenta de que todavía tenía en la mano la copa con la absenta de la chica. Y supo que tendría que probarla. No podía entender qué había podido deshacer aquella vida, cuál era el genio que se escondía en la botella.

Bebió de un trago el líquido que quedaba y vio a la madre que sabía que había tenido en algún momento, los juguetes, que ahora sólo debían ser ya un amasijo de ropa y lata. No había más que desamparo dentro de aquella copa, desamparo y tristeza. Pero mientras lo tragaba supo tan sólo que en las lágrimas de la chica había habido la desesperanza de una vida completa, sin nada ya que desear o querer.

2 comentaris:

josep ha dit...

Mar,
Post literari si, però de prescindible res de res.
M'agradat força. Portes una escriptora dins i de tant en tant les paralaues perfectament enllaçedes surten a l'exterior.
Felicitats!

Mar Calpena ha dit...

Moltes gràcies, Josep. Fa molt de temps que no escric ficció, però durant uns anys ho feia sovint. Potser algun dia hi torni...